Seamos sinceros. Detrás de la palabra amor se han ocultado y se siguen ocultando muchas de las mayores mentiras en las que vivimos. Vincular algo al amor erótico es uno de los recursos más manidos de toda la historia para autojustificarse. En cuanto alguien ha revestido con esta palabra alguno de sus actos parece que éstos se hagan intocables. Rara es la vez en la que alguna persona se atreve a criticar a otra que afirma amar a una tercera.
Ortega y Gasset, en sus “Estudios sobre el amor” dice claramente que la mayor parte de las personas pasan por la vida sin saber cuál es el verdadero significado del amar erótico. Esto es así por un motivo simple. El amor es un sentimiento estético y, de la misma forma que la mayoría de nosotros jamás alcanzamos a tener uno, igualmente esta mayoría carece de la capacidad de amar. Encima el problema se agrava ya que, como pasión estética (esto lo añado yo), tiende a la inestabilidad y, sobre todo, es efímera.
Sería un gran dilema denominar a los emparejamientos una vez que ya sabemos que realmente no hay amor en ellos. Entonces fácilmente la estupidez es nuestro primer remedio. Por motivos obvios el que no ha amado no sabe lo que es amar y, casi inevitablemente, adjudicará esta calificación a los primero que tenga algún cierto grado de aparente similitud con lo que se supone que es el acto de amar. Así, encapricharse con alguien, sentir cariño o sentir atracción sexual, suele quedar rápidamente denominado como amor. Pero, si los que aman en realidad no aman, cabría pensar qué es lo que hay detrás de la mayoría de las personas que, afirmando amar a su pareja, en realidad no lo hacen.
Empecemos fijándonos en un detalle logístico. En las sociedades occidentales la mayor parte de la gente únicamente puede establecer vínculos con un reducido número de personas. Los compañeros de trabajo, unas pocas amistades, algunos conocidos a los que se saluda y poco más. Bien es cierto que internet también ha hecho que este tradicional círculo cerrado pueda romperse pero, en lo sustancial, la situación no cambia demasiado para la persona promedio. Así pues, por fuerza, el emparejamiento tendrá que ser con alguien de este reducido grupo. Además, si descartamos tendencias minoritarias como la bisexualidad, tendremos que, del reducido grupo mencionado, nos quedará aproximadamente la mitad de las personas. Este grupo resultante, en su promedio, suele ser inferior a un par de docenas. Es por esto que no es extraño ver que, a menudo, los emparejamientos definitivos, suelen ser con compañeros de trabajo, amistades que dejan de serlo para ser “algo más”, etc… Naturalmente hay muchos casos en los que no sucede así, pero es que casi todos somos partícipes de esta estadística y, con tal cantidad de gente, por necesidad tiene que haber muchos otros casos que no se encuentren en esta condición. Lo principal es que la regla no declarada por nadie dice que cada uno suele emparejarse definitivamente con el mejor “partido” que su nivel socio-económico le permite. Yo mismo he escuchado a más de una persona decir casi literalmente esto Nótese que esto es algo que nada tiene que ver con el amor y, sin embargo, suele ser descrito en estos términos.
Alberto Noguera terminó comprendiendo, después de pasar seis meses en meetic (la página web para buscar pareja), que no es que las mujeres que estaban allí no tuviesen ninguna oportunidad de encontrar su “media naranja”. Lo que muchas de ellas realmente querían es aprovechar sus oportunidades para encontrar el mejor “partido” posible y así rentabilizar lo que ellas podían ofrecer. Tal es el caso, por ejemplo, de la mujer 12. Pese a disponer de una vida cómoda, estaba dispuesta a mejorarla cambiando su coche por un BMW y su piso por uno mejor de 200.000 euros. Todo gracias al “mejor partido” que pensaba que podía permitirse vista su situación económica y, seguramente, lo que consideraba que era su atractivo como mujer.
Pero sin llegar a estos extremos no es difícil ver cómo el estatus socio-económico resulta muchas veces definitivo para comprender cómo alguien decide pasar sus días con otra persona. Naturalmente aparecen más factores. Por citar un par de ellos podría decirse que las mujeres suelen decantarse por un hombre que satisfaga sus necesidades económicas y los hombres por una mujer que satisfaga sus necesidades visuales y anhelos sexuales. Si lo contemplamos con una especie de determinismo estoico veremos que, resolviendo la ecuación que lleva factores como los anteriores, no es demasiado complicado predecir que fulanito acabará con fulanita y menganita con menganito. Vamos, que si tienes un trabajo del montón y no tienes un destacado atractivo físico o alguna otra cualidad similar, no esperes que alguien rico y atractivo se fije en ti. Las probabilidades son más que escasas.
Así pues, y visto lo anterior, comprendemos que las relaciones de pareja son casi siempre transacciones económicas. Una persona puede ofrecer (ofrecerse, para ser exactos) tanto en el mercado y, en consecuencia puede aspirar a “tanto”. Los márgenes siempre oscilan en torno a esta relación. Pero esta verdad resulta desagradable e inadmisible para nosotros. No podemos decirnos: “soy un clase media y acabaré con alguien de clase media”, o “soy de clase alta y no quiero acabar con alguien de clase baja”. Entonces la palabra “amor” acude a nuestro rescate y decimos, sobre todo nos decimos, que amamos a la persona con la que convivimos y en ningún momento achacamos este vínculo a ninguna clase de intercambio comercial.
Ortega y Gasset, en sus “Estudios sobre el amor” dice claramente que la mayor parte de las personas pasan por la vida sin saber cuál es el verdadero significado del amar erótico. Esto es así por un motivo simple. El amor es un sentimiento estético y, de la misma forma que la mayoría de nosotros jamás alcanzamos a tener uno, igualmente esta mayoría carece de la capacidad de amar. Encima el problema se agrava ya que, como pasión estética (esto lo añado yo), tiende a la inestabilidad y, sobre todo, es efímera.
Sería un gran dilema denominar a los emparejamientos una vez que ya sabemos que realmente no hay amor en ellos. Entonces fácilmente la estupidez es nuestro primer remedio. Por motivos obvios el que no ha amado no sabe lo que es amar y, casi inevitablemente, adjudicará esta calificación a los primero que tenga algún cierto grado de aparente similitud con lo que se supone que es el acto de amar. Así, encapricharse con alguien, sentir cariño o sentir atracción sexual, suele quedar rápidamente denominado como amor. Pero, si los que aman en realidad no aman, cabría pensar qué es lo que hay detrás de la mayoría de las personas que, afirmando amar a su pareja, en realidad no lo hacen.
Empecemos fijándonos en un detalle logístico. En las sociedades occidentales la mayor parte de la gente únicamente puede establecer vínculos con un reducido número de personas. Los compañeros de trabajo, unas pocas amistades, algunos conocidos a los que se saluda y poco más. Bien es cierto que internet también ha hecho que este tradicional círculo cerrado pueda romperse pero, en lo sustancial, la situación no cambia demasiado para la persona promedio. Así pues, por fuerza, el emparejamiento tendrá que ser con alguien de este reducido grupo. Además, si descartamos tendencias minoritarias como la bisexualidad, tendremos que, del reducido grupo mencionado, nos quedará aproximadamente la mitad de las personas. Este grupo resultante, en su promedio, suele ser inferior a un par de docenas. Es por esto que no es extraño ver que, a menudo, los emparejamientos definitivos, suelen ser con compañeros de trabajo, amistades que dejan de serlo para ser “algo más”, etc… Naturalmente hay muchos casos en los que no sucede así, pero es que casi todos somos partícipes de esta estadística y, con tal cantidad de gente, por necesidad tiene que haber muchos otros casos que no se encuentren en esta condición. Lo principal es que la regla no declarada por nadie dice que cada uno suele emparejarse definitivamente con el mejor “partido” que su nivel socio-económico le permite. Yo mismo he escuchado a más de una persona decir casi literalmente esto Nótese que esto es algo que nada tiene que ver con el amor y, sin embargo, suele ser descrito en estos términos.
Alberto Noguera terminó comprendiendo, después de pasar seis meses en meetic (la página web para buscar pareja), que no es que las mujeres que estaban allí no tuviesen ninguna oportunidad de encontrar su “media naranja”. Lo que muchas de ellas realmente querían es aprovechar sus oportunidades para encontrar el mejor “partido” posible y así rentabilizar lo que ellas podían ofrecer. Tal es el caso, por ejemplo, de la mujer 12. Pese a disponer de una vida cómoda, estaba dispuesta a mejorarla cambiando su coche por un BMW y su piso por uno mejor de 200.000 euros. Todo gracias al “mejor partido” que pensaba que podía permitirse vista su situación económica y, seguramente, lo que consideraba que era su atractivo como mujer.
Pero sin llegar a estos extremos no es difícil ver cómo el estatus socio-económico resulta muchas veces definitivo para comprender cómo alguien decide pasar sus días con otra persona. Naturalmente aparecen más factores. Por citar un par de ellos podría decirse que las mujeres suelen decantarse por un hombre que satisfaga sus necesidades económicas y los hombres por una mujer que satisfaga sus necesidades visuales y anhelos sexuales. Si lo contemplamos con una especie de determinismo estoico veremos que, resolviendo la ecuación que lleva factores como los anteriores, no es demasiado complicado predecir que fulanito acabará con fulanita y menganita con menganito. Vamos, que si tienes un trabajo del montón y no tienes un destacado atractivo físico o alguna otra cualidad similar, no esperes que alguien rico y atractivo se fije en ti. Las probabilidades son más que escasas.
Así pues, y visto lo anterior, comprendemos que las relaciones de pareja son casi siempre transacciones económicas. Una persona puede ofrecer (ofrecerse, para ser exactos) tanto en el mercado y, en consecuencia puede aspirar a “tanto”. Los márgenes siempre oscilan en torno a esta relación. Pero esta verdad resulta desagradable e inadmisible para nosotros. No podemos decirnos: “soy un clase media y acabaré con alguien de clase media”, o “soy de clase alta y no quiero acabar con alguien de clase baja”. Entonces la palabra “amor” acude a nuestro rescate y decimos, sobre todo nos decimos, que amamos a la persona con la que convivimos y en ningún momento achacamos este vínculo a ninguna clase de intercambio comercial.