La sociedad vive inmersa en la mentira absoluta.

-Derrida-

Atracar bancos: motivos, sentido y significado.

Detesto los bancos. Entrar en uno de ellos hace que se me encoja alma y me vengan temores de ser atacado desde cualquier lado. Esta sensación (casi fisiológica) no ha nacido conmigo, sino que se ha ido desarrollando durante los años. En mi inconsciente juventud parecían lugares pulcros y limpios, como los aseos. Conforme he ido abriendo los ojos al mundo me he dado cuenta de que, en realidad, son todo lo contrario.
Lo primero que me desagrada de los bancos procede, curiosamente, de la percepción estética. Puedo entender que la diversidad de las personas haga que tengamos gustos muy distintos y que ellos sean, a menudo, contrapuestos. Pero una cosa es el gusto y otra el mal gusto. Del último parecen ir sobrados los empleados de los bancos. Para los hombres, cortes de pelo con la raya a la izquierda tal como los peinó su madre en su más tierna infancia, trajes de medio pelo que pretenden dar apariencia de formalidad, corbatas de extraños y absurdos colores, camisas que no se sabe si son manteles de cocina, etc… En cuanto a las mujeres otro tanto podría decirse. Sin embargo los banqueros, merced a su condición de simples empleados, no suelen mostrar una mirada especialmente ávida. Seguramente la rutina de trabajar con dinero ya les ha inducido a tratar a los billetes como lo que realmente son, papeles. La avidez de los empleados (al menos en mi experiencia) suele mostrarse cuando nos encontramos con los cargos más altos de la oficina. Son ellos los que dan el visto bueno a las operaciones que no son completamente rutinarias y, con certeza, los que más tienen a ganar con ello. Nunca he alcanzado a entender por qué un director de banco ofrece la mano cuando el cliente deposita alguna cantidad medianamente importante o hace otro tipo de operación similar. Comprendo que sienta un interés egoísta y una vana satisfacción personal al comprobar que el negocio marcha bien y que, quizás ello se deba a su implicación personal. Pero me molesta terriblemente que se pretendan vincular valores humanos a una relación estrictamente mercantil. Es por esto que un forzado apretón de manos en estas condiciones se asemeja en cierta medida al “beso de la muerte” de un mafioso.
Pero lo agradable y lo desagradable no deja de ser una somatización de lo que nos va bien o no nos va bien. Es por esto que una persona que, forzada por sus padres, haya escogido una carrera que no le gusta, terminará padeciendo un inmenso sopor cada vez que se disponga a estudiar. Aunque la conciencia autoritaria paterna se hubiese incrustado en él diciéndole que lo correcto es que prosiga sus estudios en esa disciplina, su verdadero “yo” le seguirá diciendo que realmente no le interesa el tema. En consecuencia el amodorramiento invadirá una actividad a la que se le supone como la apropiada. Digo esto porque la sintomatología funciona de idéntica manera para el estudiante que ha equivocado el camino, como para la persona que siente un desagrado instantáneo por algo sin llegar a apercibirse del motivo.
El desagrado estético no es sólo con el edificio, los empleados, o la sensación de sentirse observado (la última vez conté cinco cámaras apuntando a la vez hacia mí). Es sobre todo en cómo mutan los rostros de las personas (clientes, los llaman) cuando entran en una oficina bancaria. Desde las caras de preocupación por ese dinero que siempre parece que falta, a los ojos codiciosos que creen bien a salvo los ahorros en semejante lugar. Lo común en toda la gama de expresiones es su esencia miserable recubierta de miedo. Porque, de una u otra manera, todos tenemos miedo a perder algo sólo cuando lo tenemos. Es por esto que las opulentas sociedades occidentales se vive con miedo (de perder lo que se tiene), mientras que en los países marginados lo que suele abundar más es la esperanza (de poder llegar a algo). El banco es pues un hormiguero donde infinidad de pequeñas hormiguitas obreras van a dejar la contribución que, en la medida de sus posibilidades, han conseguido crear para el beneficio de la gran reina del hormiguero. Lo curioso es que las hormigas tienen una finalidad haciendo esto, la reproductiva. En los humanos ya no es así.
Si comprendemos lo inmoral de retener lo que nos sobra cuando hay mucha gente necesitada, sabremos aproximarnos más al verdadero significado de los bancos. Pensemos en que la codicia de una persona común puede llegar a amasar una cantidad de excedentes relativamente importante. Esa codicia se ve plasmada en el dinero y en una cifra. Cifra que, precisamente, ya es una cosificación que en sí resulta alienante. Pues bien, si pensamos en cientos de personas llevando sus ahorros al banco igualmente veremos que lo que realmente llevan es su avaricia plasmada dinero. De esta manera el mencionado tráfico de las hormigas hacia el hormiguero se transforma en una red de alcantarillas que van a verter en forma de dinero todas las miserias acumuladas. El banco es entonces una gran cloaca donde se aglutinan las miserias de las personas-clientes.
A estas alturas puedo hacerme una idea de por qué entrar en un banco se me hace tan desagradable. En realidad no soporto la peste que todos dejamos allí. Lo curioso es que, como esta percepción “estética” ha ido pareja a mi evolución ideológica, posiblemente a causa de ello ha ido cambiando mi reacción. Primeramente una indiferencia juvenil, después una sensación de incomodidad, hace tiempo una sensación de asco y, últimamente, siento ganas de atracar un banco cada vez que entro en uno. Un deseo un tanto absurdo porque, en realidad, no quiero el dinero para nada en concreto (tampoco voy a negar que la codicia no viva en mí). Esta idea es más una impresión, ya que no tiene una finalidad ulterior. Una especie de atracar por atracar. Simplemente por la acción misma. Imagino que es una forma de buscar romper lo que me constriñe cuando piso un banco. En el banco la presión es mayor que en ningún otro sitio porque, como dije antes, es ahí dónde van a parar todas nuestras codicias. De la misma manera violar un banco es acabar de un solo plumazo con el fruto de las codicias de todas las personas.

7 comentarios:

Marga Esteban dijo...

Yo odio a los bancos...siempre me peleo con ellos, les presento quejas...es inevitable sentirte engañado PORQUE TE ENGAÑAN...La gente que trabaja en ellos se vuelve gris e insensible, yo los veo como vampiros sin vida propia, necesitan chuparnos más y más...¡pobres!. Me ha gustado mucho tu post.

Sharp dijo...

Bueno, no sería atracar por atracar,"quién roba a un ladrón"...

Me gustan tus entradas, una lástima que haya que esperar tanto para leerlas. Un saludo.

Misántropo dijo...

Blues Swing:

Lo curioso de la codicia es que no tiene límites. Por eso el banco siempre busca más beneficios. Es una espiral que sólo termina cuando el de abajo está totalmente estrangulado.

Sharp:

Tienes razón. Debería aplicarme algo más. Tomaré en cuenta tu consejo.

Muchas gracias a los dos y saludos para ambos.

Dizdira Zalakain dijo...

Excelente, como siempre. Opino como Sharp: no nos hagas esperar tanto.
Yo siento lo mismo que tú. De hecho, si supiera que no me iban a pillar, habría atracado decenas de bancos ya. Luego ya repartiría yo el dinero según mi criterio.
Lo que habéis comentado sobre los empleados es cierto y patético, ya que te tratan de forma insultante, a pesar de que deberían sentirse más bien del lado del pobre cliente, pues ellos son los primeros que están ganando mil euros por dejarse la vida en ese cuchitril apestoso. Me pregunto cómo se puede perder la dignidad y el respeto por esa cantidad. Quizá les programen en los seminarios de Recursos Humanos o sufran Síndrome de Estocolmo. Yo he tenido tantas broncas con los que ahora llaman "asesores" (un asesor viene a ser un pringad@ trajead@ que tiene un cubículo inmundo al que denomina despacho y que gana un poquito más que los de la verntanilla) que, como dices, creo que lo somatizo y cuando debo entrar a un banco, cosa que evito en lo posible, siento auténticas náuseas y no es una expresión existencialista, es que de verdad siento ganas de vomitar físicas. Es más, relaciono el asqueroso ambientador de pino que usan y la decoración cutre-funcional con cualquier otro establecimiento que visito, bares, tiendas... y la náusea vuelve. Me pregunto qué método de domesticación consigue que estos empleados en lugar de odiar a Botín, por ejemplo, porque les explota y utiliza, formen su guardia pretoriana. Y eso, por no hablar del Departamento de Desahucios que merecería otro post mucho menos moderado que éste.
Saludos.

Misántropo dijo...

Yo creo que los empleados de banca se "someten" al poder del banco. Es decir, tienen en una alta estima el pertenecer a una entidad con poder (el dinero, a fin de cuentas, también es poder) y ello acaba justificándoles la valía de sentirse vinculados al banco. Al mismo tiempo su profesión está reconocida socialmente, cosa que también los afianza. Imagino que por motivos de esta clase se da semejante grado de afinidad con el que le domina y de un cierto menosprecio por el que es de su condición.

Si verdad y belleza van de la mano, habrá que pensar fealdad y mentira también caminan juntas. Lo desagradable de la apariencia vendría entonces justificado por la inmoralidad que hay detrás. Por eso creo que lo peor es no sentir ninguna clase repulsión al entrar en un banco.

Muchas gracias por tu amabilidad y apoyo (aunque, sin querer ser falsamente modesto, no sé si soy merecedor).

Saludos

Dizdira Zalakain dijo...

Por cierto y hablando de atracar bancos, una amiga me ha regalado la autobiografía de El Solitario. No sé con qué intención... jeje... Creo recordar que tú ya hablaste de él en un antiguo post. Lo cierto es que me está pareciendo un libro muy interesante y mucho mejor escrito de lo que esperaba aunque, no sé por qué, ya supongo que no se llevará ningún premio literario.
Aquí tienes un buen trozo:
http://www.txalaparta.com/upload/productos/Me_llaman_El_Solitario.pdf
Saludos.

Misántropo dijo...

Cierto. Arbe es una figura que me parece muy interesante.

Muchas gracias por el enlace al fragmento del libro y saludos.